martes, 5 de abril de 2022

 Una peluquería madrileña.


                             Luisa Carnés haciendo de peluquera en un reportaje de Estampa de 1936



El sábado 21 de octubre de 1950, en las páginas 3 y 5 del rotativo mexicano “El Nacional” la escritora Luisa Carnés publicaba este artículo que reproducimos hoy y que va firmado con el seudónimo que utilizaba habitualmente Carnés para sus artículos en prensa, reservando el suyo propio para la creación literaria. Las imágenes que acompañan el texto  pertenecen a un reportaje publicado en el número 332 de la revista madrileña “Estampa” del 19 de mayo de 1934, momento en el que Luisa era una de las colaboradoras habituales.

 Vemos a la escritora en tres momentos de su vida relacionados con el oficio: recordando cuando fue ayudante de su padre en la peluquería con 12 años, con 30 haciendo de reportera y evocando todo en el exilio, ya  en la madurez.



Por Natalia Valle.

A mi padre.


¡Qué entrañable en el tiempo aquella modesta peluquería de barrio donde me crié! ¡Cómo embellece la distancia cada uno de sus muros, su tosca portada, la bacía dorada, siempre brillante como un sol, suspendida del dintel de la puerta!


Eran especialmente encantadores (así los recuerdo ahora) el alto sillón, donde se colocaba a los infantes que eran despojados de sus cabelleras suaves y el tocador, de gran espejo, ante el cual, encima de una repisa de mármol, veíase una hilera de frascos de cristal, conteniendo agua de Lozoya que mi padre coloreaba con papel rojo y verde. Candoroso fraude a la parroquia, cuya vista sugería frescas fricciones, que eran aplicadas con agua de colonia, que olía a clavo.

Un vago olor a clavo solía haber en la peluquería, pero sobre todo lo que flotaba siempre en el ambiente, era el tenue aroma de los polvos “de arroz” que se extendían sobre las mejillas de los clientes y que alcanzaban en ocasiones a las soberbias guías de los bigotes de la época.


Aquel tenue perfume llegaba al interior de la casa, hasta la cocina amplia, en cuya pila, de piedra gris lavaba mi madre los paños blancos, y en cuya mesa cuadrada, planchabalos yo, una vez secos.

Y recuerdo ahora un detalle de puertas adentro, que los modernos clientes de peluquería no consentirían,  y es que, sin duda para evitar trabajo a la lavandera, o para economizar jabón o bien debido a ambas cosas, los paños usados por los empleados o comerciantes, que llegaban en condiciones aceptables a la cocina, eran planchados para el servicio de los carboneros, albañiles o cerrajeros. Lo cual revela cómo el problema eterno de las clases sociales puede reflejarse hasta en la modesta administración de una barbería de barrio.


Me tocaba muy de cerca el funcionamiento del establecimiento aquel. No sólo me enseñaron a lavar y planchar paños, cuidando de no mezclar los de “primera” con los de “segunda”: había que estar pendiente de la limpieza del salón, y retirar los millones de cabellos que se amontonaban de vez en cuando a la espalda de los viejos sillones, base de la profesión, vehículo de sustento de una familia española numerosa.


Cuidaba mi padre de que nunca faltasen en la mesita que ocupaba el centro del salón, El “ABC” y “El Socialista”, periódicos que interesaban a los parroquianos. Aunque hombre ajeno a toda clase de política, no ignoraba mi padre que “Don Pedro”, el oficial de Correos de tercera clase, que pasaba los lunes por el local prefería el “ABC”, y que “Mariano el ebanista” gustaba de leer los artículos de Pablo Iglesias en el periódico obrero, y hasta los comentaba con mi padre. (Claro que el autor de mis días no tomaba nunca posición alguna en política, y con la misma paciencia escuchaba al cliente socialista que al conservador. Ejemplo de ingenuo eclepticismo  en el que el hombre no se veía  forzado a adoptar una posición determinada en cuestiones políticas, en que podía permitirse todavía el lujo de permanecer neutral ante las luchas sociales de su patria y del mundo, limitándose a contemplar los toros desde la barrera).


Pasaba los días tranquilos en aquel rincón, en las que se elevaban solemnes las palabras de “Don Pedro”, el empleado, o “Don Manuel”, el prestamista, o las “falsetas”que mi padre interpretaba en una vieja guitarra

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La sal y pimienta de aquellos días monótonos eran las narraciones de mi padre, la mayoría de ellas inventadas, pero tan repetidas, que el mismo las creía. Sus viajes, sus aventuras (de Valladolid, su tierra de origen pasó a Madrid, de donde no se ha movido, a no ser para despedir en Cádiz a un hijo que pasó a América), eran conocidas de todos los clientes, y muchos de ellos hacianse de nuevas, una y otra vez, sólo por escuchar aquellos “hechos” que en la mente de un hombre sencillo e imaginativo crecían y se desarrollaban.


Por lo demás, una jornada era igual a la otra, y, sólo lo sábados, en que la tienda permanecía abierta hasta la una de la madrugada, debido a la gran afluencia de obreros que, cobrada la semana, podían disponer de unos pocos centavos para un corte de pelo, la atmósfera tórnabase densa de humo de cigarrillos y conversaciones. Por unas horas los relatos imaginados de mi padre “el maestro”, como le llamaban cordialmente la parroquia, eran suspendidos, y el local se llenaba de los hechos más vivos, que fluían de los labios de los clientes; albañiles, electricistas, cerrajeros, carpinteros (consumidores de paños “de segunda”). Se hablaba de la creciente carestía, de los bajos jornales, de la perniciosa influencia del clero en la educación, de las tragedias de Marruecos, de las mujeres feministas y de la huelga que se avecinaba. (Aquella huelga regó de sangre el Paseo de Santa Engracia, donde se alzaba la tienda de mi padre, cuya puerta hubo de cerrarse, para abrirse en algunas ocasiones , y dar paso paso a los muchachos a los que la policía agredía en la calle). Acontecimientos fueron aquellos que mi padre no comprendía, pero que hacían estremecer a sus hijos pequeños, entre los cuales me encontraba. Pasó la crisis, una de tantas que anunciaba la creciente fuerza de los trabajadores organizados de España, y a la que oponía toda su fuerza represiva la monarquía de Alfonso XIII. Pero ya me fue imposible en lo sucesivo ver a un guardia de los llamados de seguridad sin recordar los brillantes sables amenazando las despeinadas cabezas de los huelguistas en el Paseo de Santa Engracia: los caballos de la fuerza pública corriendo, abalanzándose sobre hombres y mujeres; muchachas jóvenes, descendientes de Agustina de Aragón, arrancando las piedras de la calle, para formar barricadas ante los raíles de los tranvías, impidiendo que los obreros esquiroles rompieran el movimiento de huelga.


Eran estampas fugaces, pero frecuentes de mi niñez, símbolo de la agitación predominante de nuestra época de nacidas en la edad de transición de un mundo a otro. Estampas que se confundían con las escenas ingenuas de la Semana Santa, de la Navidad, del “guiñol” callejero y de3 las falsetas de la guitarra de mi padre, a las canciones que los sábados entonaban en la tienda los obreros:


 “Trasnochar y madrugar

Subir y bajar la cuesta,

 Yo gano poco jornal,

Que trabajito me cuesta,

No vuelvo a la mina más”.


En la canción, sencilla y honda, latía toda la tragedia del minero español y del mexicano, u de todos los mineros de la tierra: latía un cansancio del hombre explotado durante siglos, que sin comprender, adoloría mi corazón infantil.